Por La Lira de Nerón.
No suelo ir a la zarzuela porque los
tiempos obligan a seleccionar un poco, así que algo hay que dejarse
en el tintero de vez en cuando. Pero el otro día decidí ir a ver La
Corte del Faraón seguro de que pasaría un buen rato, puesto que
todo el mundo sabe que se trata de una obra divertida. Y lo pasé
bien pero me fui con mala conciencia...
Esta zarzuela narra la historia del
casto José, un esclavo hebreo que entra al servicio de Lota, la
mujer de un general egipcio, Putifar, quien no puede consumar el
matrimonio porque una flecha le segó su hombría en la batalla.
Lota, llena de pasión frustrada porque su marido le da largas, se
fija en José que la rechaza porque él es un hombre casto. Furiosa
lo acusa ante el Faraón que decide que sea juzgado por su esposa,
quién también se enamora de José e intenta dar rienda suelta a su
pasión con él. La obra finaliza cuando el Faraón nombra virrey al
casto José agradecido porque ha interpretado sus sueños.
Como buena obra escrita en 1910 el
argumento tiene un aire fuertemente machista matizado por el hecho de
ser una comedia que se ríe de la falta de hombría de Putifar, de
los deseos de Lota o de la reina e incluso del propio concepto de
matrimonio. Pero no cabe duda de que se trata de una obra machista,
algo que hoy en día parece resultar incómodo a quien diseña su
montaje de forma que se siente obligado a darle un giro para
adecuarla a los tiempos.
El montaje estrenado en Oviedo, con la
mano del inefable Emilio Sagi detrás, le ha dado la vuelta a la obra
de forma radical. Así, manteniendo la esencia del cuadrilátero
amoroso de Lota y la reina con Putifar y José, se ha perfilado el
papel del Faraón hacia el rol de una auténtica reinona y se ha
convertido a los esclavos de Putifar en unos descarados chicos gays.
El giro se ha completado con los bailarines, todos hombres en actitud
gay y, sobre todo, con la transformación de la famosa babilonia que
canta el cuplé «Ay babilonio que marea...» en una auténtica drag
queen. O sea, que de la versión original en que una babilonia
voluptuosa se aparecía en sueños al Faraón, se ha pasado a un
tenor disfrazado de folklórica de bata de cola (con aires egipcios),
cantando esta aria como en la escena final de la famosa película
Víctor o Victoria. La fuerza de este momento y de este personaje se
vio reforzada con un número de 20 minutos extra que incluyó la
repetición dos veces más del cuplé cambiando la letra y un diálogo
del babilonio con el director de la orquesta y con el público. Sin
duda fue lo mejor de la obra y lo más aplaudido.
A todos estos cambios cabe unir la apuesta por una estética muy erótica, especialmente en los personajes masculinos, prácticamente todos ellos semidesnudos durante toda la obra. Se llegó a un punto tal, que uno se pregunta si la elección del cantante para Putifar se basó más en la idoneidad de su torso para este vestuario que en su voz, un auténtico torrente un tanto excesivo y carente de matices. La voces femeninas fueron correctas y sobresalieron, sin duda, tanto José como el Faraón, aunque la complejidad del papel del tenor a modo de babilonia reconvertida en drag queen se llevó la palma. Después de todo un tenor haciendo gorgoritos cómicos en las escalas de una soprano supone un esfuerzo digno de elogio.
El resultado fue una obra divertida y
original. La duda es si realmente es necesario matizar el exceso de
humor machista de la obra con este giro hacia el humor de reinonas.
Los excesos machistas son comprensibles en el contexto histórico de
la obra. Parece más difícil asumir hoy en día una actualización
en base a los tópicos homosexuales de las locas y las reinonas, lo
que en cierta forma no deja de resultar un poco casposillo.
Así se explica que, pese a lo
divertido y pese a disfrutar la obra, saliera uno con cierta mala
conciencia. Cuando uno va a ver una obra histórica acepta sin
problemas los aspectos que hoy podrían ser criticables, como puede
ser el machismo de este caso que imperaba en el momento. Acepta
también sin problema las actualizaciones formales, como por ejemplo
situar a la Agripina de Haendel en un ambiente tipo Dallas y Joan
Collins que se ha visto este año también en Oviedo. Pero cuando la
renovación alcanza el punto de cambiar el carácter de algunos
personajes y se vuelve a caer en un nuevo charco lleno de caspa, si
uno se lo pasa bien, se queda con mala conciencia.
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